El cajón de mi escritorio guarda uno de mis mejores tesoros. Es una máquina del tiempo que me transporta al pasado cada vez que la tengo en mis manos. La vieja caja de metal, con aquella galleta dibujada en su tapa contiene toda una vida en imágenes, desmenuzada en instantes fugaces que vienen a mi memoria cada vez que destapo la caja de las esencias.
Ahí están todos los instantes que me hacían feliz en mi niñez, las noches de Jueves Santo y mi excursión a las mesas petitorias en busca de algún nuevo tesoro, las estampas que regalaban en la Iglesia del Salvador en la calurosa tarde del traslado o aquella visita inesperada a la capilla blanca en el sábado de romero. Todo cabe en ella, bueno no todo, porque el paso de los años ha ido dilatando el volumen de mi repertorio y ya la tapa no cierra. Ese es el signo más claro de que los años no perdonan.
Pero ahora, cuando una nueva cuaresma se barrunta, vuelvo a recuperar mi idealismo infantil al abrir de nuevo la caja de galletas donde guardo mi colección de estampas. Las analizo, las ordeno y recuerdo de donde proviene cada una de ellas, si del baúl de mi abuela, en el que tantas veces me perdí en busca de un nuevo grabado, o de la mano de aquel nazareno inmaculado que una tarde me entregó el rostro amargo de la Virgen más guapa de Sevilla.
Hoy en las puertas de un nuevo ciclo, toca hacer balance del año anterior, por eso he abierto mi cartera para sacar de ella a las imágenes que han estado acompañándome durante todo el año, las he colocado en mi caja de galletas y he contado impaciente las horas que restan para besar su mano derecha y recibir ante sus plantas, la primera estampa de la Cuaresma.
Ya mismo florece el azahar, tras la ojiva seréis protagonistas de ello. Sentaos y descansad en sus umbrales.
Alfonso J. Madrid
Foto: Manuel V.